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El vuelo de Amira

  • Foto del escritor: Sergio L. Marrugo
    Sergio L. Marrugo
  • 22 abr 2019
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: 26 abr 2019


Era una mañana como todas las demás. Montones de avecillas gorjeaban continuamente en la exuberante selva tropical. Las ardillas estaban muy activas, jugaban y saltando de rama en rama, masticaban semillas.


Lo mismo hacía la guacamaya verde mayor de la especie Ara ambiguus, llamada Amira. Colgada de las ramas, partía las pétreas semillas de su alimento favorito: el Almendro de montaña, con su fenomenal pico.


Era una espléndida ave. Su tamaño, casi dos veces más grande que el de un gato doméstico, la hacía ver imponente en los aires. Casi todo su cuerpo era de color verde, con lo cual sabía pasar desapercibida entre el vasto mar de las hojas de la selva. Sin embargo, las plumas en la frente de Amira tenían una coloración roja y sus alas estaban adornadas con un color azul eléctrico brillante.



La protagonista de esta historia, Ara ambiguus, una especie en peligro de extinción (Categoría EN de la IUCN). Foto vía Wikimedia commons, Alois Saudacher

Quienes la admiraban, la consideraban una joya viviente. Una de las aves más hermosas que los ojos pudiesen ver en las selvas centroamericanas y chocoanas.


Nuestra emplumada amiga, pasaba los meses del año moviéndose continuamente, en una búsqueda constante de alimento. Por ese mismo motivo, era conocida de muchos otros animales, con quienes mantenía bella amistad.


Amira solía hablarle a sus primas: las guacamayas rojas y los loros a la hora de comer en algún árbol. Le gustaba jugar con los perezosos, quienes colgados en las ramas se reían de sus chistes. También le encantaba rodearse de los monos, porque la alertaban de la presencia de depredadores como el jaguar, quien era bastante conocido por su mal carácter en aquellos territorios.


Esta guacamaya verde, siempre tenía con quién compartir momentos agradables. Aunque, al mismo tiempo era un ave solitaria. A pesar de volar grandes distancias, no le había sido posible encontrar más guacamayas de su especie con quienes volar.


Tenía miles de amigos y disfrutaba en su compañía, pero carecía del tipo de amistad más íntima que se pudiese tener: la amistad con los de su misma especie. El anhelo de pertenecer a su propio grupo la preocupaba todos los días.


Las guacamayas verdes no estaban hechas para vivir en soledad, ella lo sabía. No obstante, situaciones desafortunadas habían ocurrido en su vida. Situaciones que nadie, jamás pudo haber previsto. Hechos que escapaban a su entendimiento trasformaron profundamente su experiencia.


No siempre fue así. Ella recordaba otros tiempos. En su juventud, había gozado de la compañía y de los cuidados de sus padres y de otras guacamayas en el vecindario. Recordaba volar con la bandada completa de guacamayas verdes cuando el alimento era abundante en ciertas temporadas del año.


Ahora todas esas aves habían tenido que huir de sus hogares, debido a que el hombre llegó a construir los suyos propios. Talando el bosque, este en su inconsciencia le quitó el hogar a la familia de Amira. Cegados por el dinero, el almendro de montaña, era y sigue siendo cortado selectivamente por su preciosa madera, sin importar que aves como ella dependan casi estrictamente de estos para alimentarse, anidar y criar a sus pichones.


Pero lo que es peor aún, debido a sus atractivos colores y gracioso parloteo, esos mismos hombres comenzaron a cazar a la guacamaya verde para venderla en los mercados como mascota. Tristemente, la belleza de esta especie, la puso al filo de la extinción.


Uno de estos cazadores tomó a Amira junto con sus padres. Ella fue la única capaz de escapar. Las otras guacamayas de la zona, no contaron con la misma suerte. Desde ese día empezó a vagar sola por los aires.


El trauma de haber perdido a su familia la llenó de miedo hacia el hombre. Halló la forma de sobrevivir por su cuenta, frecuentando los mismos árboles de almendro de montaña todos los años.


Amira tenía razón en temer. Ante sus ojos, esos seres parecían tener algún tipo de enfermedad mental. El ser humano nunca parecía estar satisfecho, siempre necesitaba más del bosque y sin embargo, nada devolvía a cambio. Eran diferentes y más dañinos que los demás animales.


En su caso, las guacamayas verdes se alimentan de semillas. Consumen muchas de estas, pero otras tantas son transportadas por ellas y caen intactas en el suelo, dónde pueden germinar. Con un poco de suerte, esas semillas crecerán hasta volverse un gran árbol. El almendro de montaña le daba vida a Amira y ella le daba vida a nuevas generaciones del almendro de montaña.


Sabía que para que las guacamayas verdes siguieran surcando los cielos, debía buscar un compañero y crear una familia. La única alternativa que le quedaba era salir a explorar otras selvas. Una parte de ella no quería emprender esa tarea, pero una sensación corporal burbujeante le exigía compañía: había entrado en la etapa reproductiva de su vida.


Necesitaba el consejo de alguien. Por mucho, el ser más sabio que conocía era al almendro de la montaña padre de su selva. Teniendo cientos de años, había visto todos los cambios que ocurrieron con la llegada del humano.


Amira voló hasta él, pegó su frente al tronco del árbol y le comentó la situación en la que se encontraba su especie. Con una voz pesada, el almendro de montaña padre le respondió que recordaba una época más feliz, cuando estaba rodeado de muchos otros animales que han ido desapareciendo. Le dijo que se acordaba de sus padres, de sus abuelos, de los abuelos de estos e inclusive parentescos tan lejanos que le era imposible dar nombre.


Ella era la única que podía dispersar sus semillas a otros rincones, pero si desaparecía sin haber dejado descendencia, sería el final tanto para las verdes aves, como para el árbol, en esas selvas.


Le indicó que tan pronto sus semillas estuvieran listas para comer, las consumiera hasta engordar y partiera en su viaje por el mundo. Además, le advirtió que allá afuera vería cosas horrorosas, debía ser fuerte y cada vez que necesitara sosegar su alma, lo recordara a él lleno de fruta, con el sol titilando entre sus ramas, siempre abiertas a recibirla.


Así ocurrió, un mes más tarde Amira se encontraba lista para partir, no sabía bien adónde. El viejo árbol le susurró que dejara las tierras centroamericanas y tomara rumbo hacia Suramérica. Ella le prometió al árbol que haría todo lo posible por volver. Con el sol matutino, desplegó sus alas y se alzó en vuelo.


A medida que salía de los límites que le eran conocidos, amplísimas zonas ocupadas por pastizales para el ganado empezaron a dominar el paisaje. La selva que quedaba, estaba muy reducida y distante entre sí. Le sería difícil encontrar alimentos, tendría que conformarse con otros tipos de semillas en el caso de no encontrar almendros de montaña.


Tras varios días desde que dejó su hogar, Amira se detuvo en unos matorrales al borde de una laguna. Allí había garzas y patos, guacamayas y cotorras. Un torbellino constante de plumas se veían arrastradas por el viento.


Preguntó a todos los moradores de aquel lugar, si ellos habían visto algún ave como ella cerca del área, pero nadie pudo ayudarla. Como algunos frutos en ese lugar estaban buenos para comer, decidió esperar un par de días allí antes de retomar su viaje.


Ocupó el primer día de descanso para volar en los alrededores de la laguna, pero lo único que distinguió fueron vacas y una que otra casa esparcida entre los pastizales, mas sin embargo, al final del segundo día algo insólito ocurrió.


Amira estaba llegando de otro de sus recorridos, cuando alrededor de la laguna, las aves se levantaron en vuelo. Cantos de alerta por todas partes creaban un sonido insoportable. De pronto, distinguió tres figuras cargando con un par de guacamayas rojas. Eran cazadores humanos.


Su primera reacción fue huir del sitio. Voló velozmente un buen tramo, pero algo la hizo detener. Pensó que sería buena idea seguir a los cazadores para ver adónde recluirían a las aves. Tal vez, podría ayudar de alguna forma.


Siguió sigilosamente a los hombres, pero perdió de vista a las aves que habían atrapado. Los vio caminar encima de una vereda pedregosa. Como ya estaba oscureciendo, los observó acampar. Ella se escondió entre unos arbustos para pasar la noche.


Antes del amanecer, Amira se encontraba despierta y atenta a aquellos cazadores. Los observó prepararse para partir. Se dio cuenta de que llevaban algunos costales al hombro, allí debían de estar las guacamayas atrapadas.


Los hombres entraron a una pequeña casa blanca, cuyo patio contenía un corral lleno de aves multicolores. Enjauladas entre mayas metálicas, sus condiciones eran horribles, algunas se encontraban malnutridas y estresadas, lo cual se evidenciaba por la pérdida de plumaje que presentaban. A falta de espacio personal, las peleas eran frecuentes y las aves se hacían mucho daño en estos enfrentamientos.


Amira estaba espantada, pero continuó en el lugar. Se posó sobre las ramas de un árbol mientras pensaba que hacer. Le dolía ver a sus hermanas aves allí atrapadas.


Los hombres se fueron de la casa. El ave tuvo la oportunidad de bajar a echar un vistazo más cercano al corral. Este tenía una sola puerta por donde entrar y se encontraba asegurada con un candado.


Entre todos los sonidos de la ruidosa población de reclusos, Amira distinguió uno que se parecía mucho a su propio canto. Su corazón se detuvo por un segundo, escudriñó ave por ave para descubrir la fuente de ese sonido.


¡Colgada en la malla superior había otra guacamaya verde! La estaba mirando fijamente. Ambas aves se reconocieron y Amira voló hacia ella por la parte exterior del corral.


Estando frente a frente, el tiempo se detuvo. Amira la saludo y le contó su historia. La otra guacamaya se presentó como Raúl. ¡Era un macho! Le dijo que llevaba tres días encerrado en ese corral. Le pidió que lo ayudara a escapar, a cambio la acompañaría en su camino de regreso.


Uno de los hombres solía llevarles comida dos veces al día. Raúl le explicó que debía mantenerse escondida hasta que abrieran la puerta, llegado el momento tendría que tirársele encima y picotear fuertemente al hombre. Él estaría atento desde adentro, para salir de inmediato e irse juntos.


Procedió a esconderse como lo acordaron. Un par de horas pasaron y un hombre salió de la casa cargando un balde con fruta picada y semillas. Había llegado el momento, el corazón quería salirse de su pecho. Amira corría un riesgo muy grande al intentar liberar a su amigo, solo podía intentarlo una vez. Si no resultaba, todos estarían condenados.


En el momento en el que la puerta estuvo abierta, el hombre se vio sorprendido por un ave furiosa. La guacamaya le picoteó el cuello con todas sus fuerzas, mientras se sostenía apretando sus garras filosas en el cuello cabelludo del cazador.


Pero el hombre reaccionó rápidamente y la tomó con fuerza, cerrándole el pico y agarrándole las patas. Dentro del corral el alboroto crecía. Amira se creyó perdida, iría a parar también allí adentro.


Antes de que eso sucediera, Raúl salto encima del hombre y lo picoteó. Este tuvo que soltar a Amira para deshacerse de la otra ave. Otros cazadores habían salido, listos a atrapar a las dos guacamayas verdes.


Justo cuando fueron acorraladas, todas las aves que se encontraban adentro salieron con fuerza y se abalanzaron sobre los tres cazadores. Amira y Raúl aprovecharon la situación para escapar de inmediato. Volaron velozmente fuera del alcance de estos. Asombrosamente, una multitud de otras aves al igual que ellas consiguieron su libertad.


Amira y Raúl tomaron rumbo al hogar que los esperaba en la selva, junto al almendro de montaña. Las guacamayas verdes solían hacer parejas de por vida y en el camino, las dos descubrieron que querían sostener a una familia juntos.


Al llegar, había un sitio para anidar en el sabio árbol. Llevaba años disponible para ella. La vida de las guacamayas verdes y la de los almendros de montaña continuaría a pesar de todas las luchas que se viven en la selva.


Este fue un caso afortunado. Lastimosamente, muchas aves como Amira no han tenido la misma suerte y tienen que vivir sus vidas apartadas de sus lugares de origen en contra de su voluntad.


Ahora, es el momento de comprender el alcance que tienen nuestras acciones individuales como seres humanos. El planeta nos exige ser conscientes de las consecuencias de nuestro consumo.


En lugar de comprar ilegalmente animales silvestres, viaja y explora el mundo y los paisajes dónde estos viven. La mejor forma de apreciar a estos animales es observarlos en su propio hogar. Eso sí, de forma respetuosa y sostenible. Si definitivamente quieres tener una mascota, exige que esta haya nacido en criaderos certificados y que no haya sido extraída de su hábitat natural. La adopción de animales también es una buena opción.


Dale un vistazo a este vídeo producido por Organization for Tropical Studies, en el que muestran una pareja de guacamayas verdes en su hábitat natural. Hermosas ¿no?



Cada especie nativa hace parte del equilibrio ecológico del lugar en el que vive. Este equilibrio, es como una torre de Jenga. Si se sacan muchas piezas, toda la estructura terminará por derrumbarse tarde o temprano. Cuando esto ocurre, la capacidad del medio ambiente para sostener la vida de los animales, las plantas y los humanos disminuye. Muy pocas especies son capaces de sobrevivir en condiciones tan hostiles.


¿En el futuro te imaginas un planeta estéril o uno lleno de vida y color? En materia ambiental, cada acción vale, adopta hábitos saludables para tu cuerpo y el planeta.


Este cuento fue elaborado principalmente en base a la información contenida en la evaluación del riesgo de extinción de esta especie, producido por la IUCN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), con referencia a continuación:


BirdLife International. 2016. Ara ambiguus. The IUCN Red List of Threatened Species 2016:

e.T22685553A93079606. http://dx.doi.org/10.2305/IUCN.UK.2016-

3.RLTS.T22685553A93079606.en

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